El club puede ser sentimiento, orgullo (pertenencia), espíritu. Pero es sobre todo organización, gestión. Se necesitan muchas horas de trabajo: coordinación, reuniones y asambleas también forman parte del club. La adrenalina que generan las competiciones, las victorias o las frustraciones es fundamental, pero no suficiente para mantener el club. El día a día, el trabajo invisible, es lo que lo sustenta: gestión del presupuesto, planificación de la cancha, cuidado del material… La coordinación y el reparto de tareas son aspectos claves.
El club puede tener una única sección o varias. En todo caso, habrá diferentes equipos: femeninos, masculinos; infantiles, juveniles o senior. Hay que atender a todos y asegurar la coordinación. Ocuparse de la dinámica semanal, y de las rutinas del fin de semana. Planificar la temporada presente, y la siguiente. Inmersas/os en este círculo vicioso de quehaceres, los momentos “de club” resultan imprescindibles. Son los momentos de aparecer como equipo y celebrar: somos una familia, un grupo de amigas/os, pero también una institución, un club. Somos un nombre y un símbolo. En la intimidad del vestuario, en los viajes en autobús, en el día del club, en los rituales asociados a las fiestas del pueblo/ciudad, en carnaval. Son momentos para ser club. Igualmente, las sedes, oficinas y resto de espacios propios (campos, bar) son necesarios para la institucionalización. Lo mismo que el colectivo de personas socias.
Personas socias: deportistas, entrenadoras/es y aficionadas/os, se pondrán la camiseta del club, se vestirán con los colores del club, cantarán el himno, llenarán las gradas. En estos casos, la competición se convierte en un elemento poderoso, generador de una energía que, en el día a día, estructura, organiza y consolida el club.