Los clubes, en su rol de pequeñas culturas, también conforman culturas lingüísticas. Las personas hablantes son uno de sus pilares principales; otro, la dimensión simbólica de la lengua, es decir, los vínculos identitarios generados en torno a la(s) lengua(s). El euskera se mueve en un continuum: se habla mayoritariamente en la escuela y en la familia. En el ocio y en el deporte, en cambio, se usa menos.
Desde el punto de vista de los clubes, uno de los logros puede ser alcanzar el bilingüismo, pero no es suficiente para revertir inercias y costumbres. Sobre todo, si los avances se producen a nivel formal, sin calar en las relaciones interpersonales. Iniciativas como Korrika o Euskaraldia contribuyen a impulsar nuevas dinámicas. Avivan las conciencias. Pero acaba prevaleciendo una sensación de provisionalidad: el euskera es (siempre) objetivo y meta, pero parece difícil superar el ámbito de los deseos. Y ahí surge cierto sentimiento de impotencia.
No se pone en duda que el valor simbólico del euskera, pero su presencia en el día a día es irregular. Al fin y al cabo, los deseos de los clubes se topan con las mismas limitaciones que el euskera tiene en la sociedad: su presencia en el proceso de desarrollo e institucionalización de los clubes ha sido escasa; en la mayoría de los deportes, tiene poca implantación. Así las cosas, los clubes parecen quedar a la espera de un cambio social general en la situación del euskera.
La escasez de recursos y oportunidades para consolidar los esfuerzos ya realizados, hace que el euskera perviva, principalmente, en la voluntad de las personas hablantes. A menudo en los clubes, el euskara aparece asociado a nombres y apellidos concretos.