Todos los clubes que han participado en el proyecto comparten ese deseo fundamental de ser un colectivo y mostrarse como tal. Llamémosle grupo de amigas/os, cuadrilla, o familia, en todo caso el foco se sitúa en las personas, porque ellas han sido, son y serán la clave del club: sentido de grupo o equipo, muchas horas compartidas, personas con/junto a personas.
Jóvenes y personas veteranas. Madres, padres, afición. Personas diversas, en capacidades, cuerpos, vivencias, puntos de vista. Un club es también un lugar en el que confluyen diferentes formas de vivir e inquietudes. Personas que están aprendiendo a ser deportistas – la cantera-, y otras profesionales trabajan juntas. Quienes dirigen y gestionan el club, lo hacen en colaboración con educadoras/es y entrenadoras/es. En la mayoría de los casos se trata de personas voluntarias, ya que sólo hay una minoría asalariada.
Incluso en este contexto de diversidad, con iniciativa y determinación, se crean vínculos y reciprocidades. Roce entre cuerpos, emociones compartidas, cuidado y protección mutua, relaciones de confianza. Y todos estos elementos actúan como aglutinante, dando unidad al equipo. El acto de recibir y dar, la transmisión, promueve vínculos contagiosos: el engarce de los diferentes eslabones se convierte en objetivo y finalidad de los clubes.
Con el paso de los años, los clubes perduran en los símbolos que reúnen y reflejan la historia, elementos materiales e inmateriales: trofeos, txapelas, premios o espacios.
De hito en hito, a través de diversas transformaciones, los clubes van avanzando. Así lo dicta la propia práctica deportiva: afán de mejora, compromiso, esfuerzo, disciplina. Barro y arena, como símbolo del “juego”. Tal vez gracias a esta dinámica, los clubes tienden a estar más unidos que nunca en tiempos de crisis, y consiguen salir adelante. Aunque se trata de clubes con una larga tradición, su objetivo sigue siendo mejorar y lograr la estabilidad.